Tras la fachada

PorIP

Feb 18, 2021
  • El albañil me cobra más barato
Chay Díaz

Entre las quejas más recurrentes en el campo laboral se encuentra la de la competencia directa con los albañiles: el hecho de que una obra sea delegada directamente a un albañil y no a un arquitecto. Los argumentos en oposición por parte de los profesionales ante este hecho son igual de recurrentes: que un albañil es incapaz de diseñar respondiendo a las necesidades del usuario, que no sabe aprovechar el espacio, que sabe construir pero no zonificar, que su gusto es inferior al de alguien que ha pasado al menos los últimos años de su vida estudiando las manifestaciones más vanguardistas y que sin ello el valor de su casa o de cualquier edificio no incrementará. Pero la verdad es que muchos que egresan de la academia tampoco pueden hacer eso.

Con el oficio se aprenden muchas cosas. Como obrero he desempeñado el papel de carpintero, tablaroquero, aluminero, pintor y otras ocasiones (después de la preparación profesional) como residente o supervisor. Digo esto porque quiero dejar claro que no es una mera romantización al oficio. La primera ocasión en la que fui supervisor, fue en un complejo habitacional exclusivo (por no decir excluyente) que cuenta con campos de golf al norte de la ciudad de Mérida. Acabé allí gracias al maravilloso outsourcing y ganas de seguir comiendo. Fue la primera vez que vi una gran cantidad de obreros realizando instalaciones de agua potable, muretes de acometidas eléctricas, excavaciones para registros, banquetas y la construcción de las casetas de vigilancia para restringir el paso, todo para la élite meridana que se autoexcluye al norte de la ciudad. Y fue la primera vez en que me pasó por la mente una duda que, por la naturaleza de los oficios que he tenido no se me había ocurrido y que, aquí entre nos, tampoco me he atrevido a preguntar a algún obrero y que dejaré aquí por escrito con la intención de que también reflexionen mi duda: «¿qué se siente saber que estás haciendo una obra la cual jamás te dejarán volver a pisar/un edificio al que jamás te dejarán entrar a pesar de que lo construiste con tus propias manos?». Esta duda, inocente y grosera, ya carga con tal obviedad que decirla en voz alta puede ser tomada como una falta de respeto, como recalcar lo evidente. Y siempre imagino una respuesta como «yo sólo vengo a trabajar, ni me preocupa» o «¿para qué lo voy a pensar? ¿para qué voy a calentarme la cabeza pensando en esas cosas?». Y desde esa ocasión hasta hoy, cada que un proyecto encierra un discurso de exclusividad-exclusión, tengo la misma duda. Porque al momento de la construcción conviene mano de obra que cobre barato, mientras menos regulada mejor. Pero al finalizar la obra, aun siendo un espacio comercial (incluso público) los discursos elitistas de las obras de revista son «ni te atrevas a poner un pie vestido así».

Existen talleres de herrería, de carpintería, de aluminio. Talleres donde al terminar una pieza bajo encargo puedes sacar unas cuantas fotos y promocionar tu trabajo. Pero no hay talleres de albañilería. En la albañilería a lo mucho existirá una bodega con cajas, cubetas y mochilas llenas de herramientas, pero no un taller, todo es in situ. Y al igual que un pintor que no puede entrar a la propiedad privada de quien compró su obra sólo para poder verla de nuevo, ningún oficio goza del privilegio de acceder a los espacios donde sus trabajos se encuentran. Pero es que a diferencia del resto de los oficios que participan en obra, el de albañil (junto a un puñado de otros oficios) es uno que es despojado de su propia autoría, porque los albañiles son vistos como la voluntad de los proyectistas y diseñadores. Los eléctricos y plomeros son vistos como quienes dan vida a los espacios, aunque su trabajo esté oculto entre muros y tuberías. Un ebanista, por ejemplo, es reconocido por su calidad de trabajo, incluso si su producto fue diseñado por otra persona. Y aunque análogamente sucede lo mismo con la albañilería, su producto no tiene el mismo reconocimiento. Aquí se manifiesta el choque al ego del proyectista: «es mi idea, es mi diseño, pero soy incapaz de materializarlo». El albañil tiene el conocimiento para poder ejecutar esa idea. Y ahora ¿quién es al autor de esa idea materializada?  El albañil puede no contar con el capital cultural del arquitecto, pero el arquitecto no cuenta con la habilidad del albañil para construir (y está de más recordar que ninguno trabaja solo). El arquitecto necesita del albañil. Necesita de alguien que se ve en la necesidad de trabajar algo que el arquitecto jamás en su vida aspiraría a ser. Sin la existencia de una clase trabajadora vulnerada que requiere laborar en condiciones precarias para poder subsistir, la industria de la construcción se viene abajo

Incluso la misma lógica del destajo despoja al oficio de su propia esencia: metro lineal de cadena, metro lineal de castillo, metro cuadrado de bloqueadura, dados y zapatas por piezas, excavaciones por metro cúbico, pisos por metro cuadrado, etc. No es que se trate sólo de un sistema de contabilidad eficaz, sino que es la forma tal cual como es visto el trabajo del albañil. Y algo que los arquitectos sabemos es que ninguna obra es igual a otra (al menos que sean viviendas en masa, vaya). Pero al simplificar un oficio al punto de decir que es tan sólo pegar un bloque sobre otro, mezclar material, habilitar acero, etc., se elimina todo rastro de la habilidad y destreza necesarias para resolver y materializar una idea. Como decir que el ebanista sólo talla madera o que el arquitecto sólo hace dibujitos…

Ese es justo lo que quiero traer a discusión: el arquitecto no es más y el albañil no es menos. El arquitecto se pregunta cómo es posible que puedan dejar una obra a cargo de alguien que sólo pega bloques, hace mezcla y carga bultos de cal y cemento. Porque si me preguntan, muchos albañiles ya hacen más que muchos arquitectos. Porque ninguno de estos arquitectos jamás se detuvo a pensar en que, si hay tan pocos diseñadores contratados, ¿cómo rayos se hizo la ciudad?

El arquitecto se frustra cuando le delegan una obra a un albañil a un precio más bajo. Pero olvida la cantidad de conocimientos y privilegios que tiene a mano para sortear el haber «perdido» una obra. Yo creo que es una competencia desleal que siempre está a favor de los arquitectos.

Y ya para no hacer más largo el cuento, necesito tocar un último punto a fuerza para que esto amarre.

El subcontrato es el pan de cada día en la industria de la construcción: surge una licitación, una empresa constituida la obtiene e inmediatamente subcontrata a otros para ejecutar la obra. A su vez, los subcontratados pueden delegar a otros partes de esas tareas hasta que ya no se puedan delegar más. Todo depende de la complejidad de la obra en cuestión. Muchas veces esto parece ser una oportunidad para quienes no pueden obtener trabajo debido a lo complejo que es constituirse como empresa (estar bajo la mira de hacienda y toda la regulación que eso trae consigo) pero otras veces las empresas simplemente sirven como intermediarias, no construyen, sólo delegan a otros el trabajo para obtener parte de la ganancia. Y aunque es cierto que esto es parte de la naturaleza de la industria de la construcción, también es cierto que (y es algo que todos sabemos) los subcontratos son un modo de hacerse de dinero fácil sin siquiera construir y sin saber hacerlo. Al final, después de haberle quitado tantas rebanadas al pastel, queda ver cuál mano de obra se echará el paquete con un presupuesto excesivamente mutilado. Sólo faltaría agregar las distintas razones que empujan a personas a tener que trabajar, no sólo de formas inadecuadas, sino con pagos abaratados. «Es que eso se gana la gente que no estudia». Señoras y señores, somos profesionales. Esa justificación deja fuera el hecho de que los estudios profesionales son un privilegio que sólo el 22% de la población mexicana puede darse (según datos de la OCDE e INEGI).

Para concluir debo decir que no hay sujeto que resulte más beneficiado del abaratamiento de la mano de obra de los albañiles que los propios contratistas. Por lo que quejarse de esta competencia para acaparar ganancias, usando discursos románticos sobre la profesión, es absurda. Es dar con una mano lo que se arrebata con la otra: «No le den la obra al albañil que cobra barato. Dénmela a mí para que pueda subcontratarlo a él ya que trae buen precio». Es cierto que lo barato sale caro, pero este abaratamiento surge como la necesidad de poder competir en un mercado acaparado no sólo por quienes realizan el mismo oficio que tú, sino por profesionales que tratan de obtener ganancias en el área donde laboras.

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